martes, 20 de octubre de 2009

EL PORQUERIZO

Soy un príncipe, no tengo mucho dinero pero deseaba casarme con la hija del Emperador. Por ello le envié una rosa cuya fragancia hace que se te olvides de todas las penas, también le envié un ruiseñor que canta las melodías más bonitas del universo, lo mas preciado que yo tenía. Los dos obsequios se los hice llegar en grandes cajas de plata.

Esperaba que a la hija del emperador le gustasen mis regalos pero ella se negó a recibirme. Lo cual me molestó muchísimo y me pareció un desprecio, aún así no me di por vencido. Pensé una estrategia, me pinté de negro la cara, me puse una gorra y fui a palacio a solicitar trabajo. El Emperador me dio trabajo como porquerizo y me asignó un reducido cuarto en el sótano junto a los cerdos. No me agradaba la idea pero era la única opción.
Decidí sorprenderla con algo diferente, así que me pasé todo el día trabajando, al llegar la noche había elaborado un estupendo pucherito rodeado de cascabeles, de modo que cuando empezaba a cocer las campanillas tocaban la vieja melodía “¡¡ Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!!”, además al poner el dedo en el vapor del puchero se podía oler la comida que se estaba guisando en todos los hogares de la ciudad. Me sentía satisfecho y seguro de que aquello le fascinaría.
Llamaron a la puerta y era una de las damas de la princesa que me preguntó cuando pedía por el puchero, a lo que contesté que diez besos de la princesa. La dama se sorprendió pero yo no rebajé mi petición con lo cual la dama marchó para comunicárselo a la princesa. Después de un rato regresó para preguntarme si aceptaba diez besos de las damas, insistí en que no había trato. Entonces las damas se pusieron alrededor nuestro y recibí los diez besos de la princesa entregándole yo la olla. Eso me demostró que la princesa era un poco envidiosa y no dudaba en hacer cualquier cosa para conseguir lo que deseaba.

Seguí trabajando hasta conseguir una carraca que tocaba todos los valses y danzas conocidas. De nuevo apareció la dama de la princesa preguntando cuanto valía el instrumento, respondí que cien besos de la princesa. Marchó a informar a su ama y me ofreció diez besos de la princesa y noventa de las damas, a lo que respondí que no había trato. Al igual que la otra vez, las damas se pusieron delante y contaron los besos para que no hubiese engaño. Otra vez la princesa paga lo que sea para conseguir lo que quiere, yo cada vez estaba más convencido de que no era tan hermosa por dentro como por fuera.
De pronto apareció el Emperador todo indignado por lo sucedido expulsándonos de su reino.
La princesa se puso a llorar toda disgustada por no haberme aceptado como príncipe. Yo me oculté detrás de un árbol limpiando mi rostro y cambiando mis ropas para salir convertido en príncipe. La princesa se inclinó ante mí y yo le repliqué que se había negado a aceptarme como un príncipe sin embargo había besado a un porquerizo a cambio de una olla y de una carraca.
Me dirigí a mi reino con la sensación de que algunas personas no son lo que parecen. La princesa se quedó fuera cantando: “¡¡Ay querido Agustín, todo tiene su fin!!”.

jueves, 8 de octubre de 2009

Anécdotas del pasado


Mi abuela me contó que:

Allá por los años 1940, con todas las miserias de entonces, había un señor en una pequeña aldea que era muy querido por parte de sus vecinos, eran conocidas sus habilidades para reparar los pocos utensilios que existían así como su simpatía y gracia.

El buen hombre era carpintero al mismo tiempo que cultivaba alguna parcela de tierra y mantenía unas gallinas.

En una ocasión fue solicitado para realizar un trabajo de carpintería en una aldea no muy próxima, al cual acudió acompañado de otro carpintero ayudante. La tarea consistía en la construcción de un suelo de madera en el primer piso de una vivienda, como por aquel entonces carecían de maquinaría todo el trabajo era manual, clavando tabla a tabla. Teniendo en cuenta esto y que tan solo dos personas eran las encargadas, el trabajo duraría varios días, y no podían regresar a su casa hasta haber acabado.

Con el fin de facilitar esta labor el carpintero en cuestión puso los clavos en un recipiente con aceite, ya que algunos de ellos estaban oxidados.

Tenía por costumbre tomar un puñado de clavos y guardarlos en el bolsillo del pantalón, de ese modo siempre los encontraba a su alcance. Así lo hizo y cual fue su sorpresa al ponerse en pie y descubrir que la parte delantera del pantalón se encontraba toda mojada de aceite, talmente como si se hubiese meado encima. Pues así tuvo que aguantar todas las risas y miradas de la gente durante los días que tardó en regresar a su casa.

En otra ocasión estaba alimentando sus gallinas cuando descubrió que una de ellas se dedicaba a atacar y picar a las demás. Se enfadó tanto que cogió un buen palo y golpeó a su gallina cayendo está al suelo. Entonces decidió que la iba aprovechar para una buena comida y empezó a arrancarle las plumas, estaba acabando de desplumarla cuando la gallina comenzó a cacarear desesperadamente y salió lanzada por el corral corriendo de un lado a otro con cuatro plumas en la cola y en la punta de las alas. Con esto también se ganó alguna que otra broma de sus vecinos.

Con mucho esfuerzo este buen hombre consiguió una bicicleta de segunda, tercera o cuarta mano, todo un artículo de lujo para aquellos tiempos. Decidió pasear con su nueva bicicleta por el centro del pueblo todo orgulloso, cuando de pronto se dio cuenta de que una pareja de la Guardia Civil le estaba mirando desde la puerta del cuartel. Se empezó a poner nervioso pero pensó – no estoy cometiendo ningún delito, por lo tanto no debe de preocuparme – aún así no podía dejar de mirar a los dos guardias pendiente de que pudiesen decirle algo, tanto miró para ellos que acabó empotrándose entre los dos y a punto estuvo de entrar directamente en el cuartel sin bajarse de su bicicleta.